
Anoche vi en
un canal de la televisión alemana un exhaustivo documental sobre la bomba
atómica de Hiroshima. Entrevistaban a algunos de los que iban en el avión. Estos
ofrecían su particular punto de vista, no sólo de la acción en sí, sino de cómo
se vivió esta desde la perspectiva del que cumple la misión (I did my job, dijo uno): los preparativos, las
bromas, su nerviosismo, su incertidumbre, pero también una especie de
ignorancia (¿ingenuidad?) elemental sobre lo que estaban a punto de desencadenar.
Lo que de
verdad me impresionó fueron los testimonios de los sobrevivientes, que los
hubo, incluso en el área más afectada por la explosión: auténticos milagros del
azar. Yo estaba acostumbrado a observar este penoso acontecimiento de la
humanidad, por así decir, desde fuera: fotos del hongo atómico, imágenes de la
ciudad arrasada, pasajes en los libros de Historia. El reportaje de ayer
invitaba al espectador a situarse en el lugar de diversos habitantes de la
ciudad (una enfermera, dos empleadas de banco, un colegial, una conductora de
tranvía, un médico, etc.) y le acercaba episodios veraces en distintos puntos de
la ciudad antes de que cayera la bomba, durante la explosión y después.
No menos me
encogió el corazón constatar que, en una situación de guerra, el motivo del
lanzamiento de aquella bomba y del posterior de Nagasaki sigue vigente.